Comentario
Para empezar a hablar de la economía hispana durante el período de los Austrias Mayores quizá sería bueno hacer algunas observaciones sobre la percepción social de las categorías económicas. El Cuento de las esmeraldas y los quinientos ducados que, al parecer, se hizo muy popular a mediados del siglo nos servirá de punto de partida.
Procedente de Indias, un pasajero llegó a Sevilla con una espléndida esmeralda que hizo tasar a un platero, para valerse del precio o de su estimación, es decir, para venderla o para comprar con ella: El platero le dijo que valía quinientos ducados. El pasajero sacó otra mejor que la primera en toda perfección y dijo: qué valdrán ambas. El platero dijo: valen ambas quinientos ducados. Sacó el dueño otra igual a la perfección de ambas y dijo: qué valen todas. Volvió el platero a darles precio a todas, dijo: quinientos ducados. Sacó una caja el pasajero llena de esmeraldas, todas muy grandes de perfecto color y varias figuras, y dijo al platero: qué valdrán todas. El platero dijo que todas valdrán quinientos ducados.
Parece difícil explicar mejor cuál es la forma en que oferta y demanda entran en relación a la hora de determinar el valor de una mercancía. Sin duda, la sociedad española del XVI percibió con enorme claridad la acción de las variables económicas tanto en su dimensión estructural como coyuntural. En primerísimo lugar, se observó ese incremento continuo de los precios -relativamente mayor en la primera mitad del siglo que en la segunda- que, más tarde, acabaríamos conociendo como la revolución de los precios. La explicación habitual (teoría cuantitativa) de este fenómeno, que fue general a toda Europa, pasaría por la llegada masiva de metales preciosos (oro y plata) procedentes de las Indias, aunque los precios ya habían iniciado su alza continental antes de que empezase el envío de remesas de metales a España y en un movimiento que parece haber tenido que ver con la expansión demográfica tardomedieval.
En una economía monetarizada como ya era la europea en el XVI, la puesta en circulación de una gran cantidad de medios de pago como eran los metales, que permitía sostener una demanda creciente de más y mejores bienes para los que disponían de un nivel de renta o salario suficientes, no pudo ser seguida por un incremento similar en la oferta de lo que se producía, porque tanto el volumen de la producción como la productividad eran muy bajos. Por tanto, si había una demanda efectiva creciente y la oferta no aumentaba al mismo ritmo, el precio de los bienes se disparaba.
Por otra parte, los metales también eran considerados una mercadería, en palabras de Martín de Azpilicueta, y estaban, por tanto, sujetos a la leyes generales que rigen la transacción: de la escasez de un bien resulta su encarecimiento, de su abundancia su abaratamiento. Con el dinero habría sucedido algo parecido a lo que le aconteció al pasajero del cuento con sus esmeraldas: con una sola y extraordinaria podía comprar por valor de 500 ducados, pero, cuando fue añadiendo otras más, el valor adquisitivo de cada pieza se fue reduciendo progresivamente, hasta no poder comprar con una caja llena de esmeraldas más que lo que hubiera podido adquirir con una sola.
En suma, allí donde hubiera más dinero, éste valdría menos y los precios se elevarían y, viceversa, donde los precios eran menores habría un menor volumen de metales en circulación. De toda Europa, fue en España donde los efectos de esa fase de la revolución de los precios se habrían hecho notar antes y en mayor medida, dada la afluencia continua de remesas indianas, bien a Sevilla, bien a otros puntos a través del contrabando.
Los viajeros extranjeros insistían en lo caro que les resultaba vivir en las ciudades españolas, donde tenían que comprarlo todo. Por ejemplo, en 1526, Johannes Dantiscus escribía a su lejana Polonia que había tenido que protegerse de los fríos granadinos con "pieles de oveja, que están más caras aquí de lo que se venden las de zorro entre nosotros".
El mismo embajador apuntaba, en una carta de 1524, una idea generalmente compartida en el exterior: "la mayoría de nuestra gente cree que aquí se vive con grandes lujos". La vinculación internacional de la Monarquía Hispánica con la riqueza tenía que ver con la evidente abundancia de metales arribados -la plata acabará desplazando al oro-; el continuo drenaje de éstos más allá de las fronteras como resultado de la creciente importación de productos, aunque las cantidades acumuladas en el interior deberían ser consideradas al alza; y la virtual capacidad de endeudarse "ad infinitum" con los grandes hombres de negocios europeos que parecían tener Carlos I o Felipe II para mantener su reiterada política internacional.
Para el grabador de emblemas Philippe Galle, la idea de riqueza no podía simbolizarse mejor que como una matrona que, bajo el lema Pecunia, está coronada y rodeada de monedas que no son otra cosa que acuñaciones de plata castellanas. Menos serenidad muestra el autor de la Satyre Menippée cuando, para criticar el apoyo económico que Felipe II prestaba a la Liga francesa, inventó un nuevo taumaturgo para el calendario católico: Santo Doblón de las Indias, y a él le dedicó los versos siguientes:
"Tal y como ayer yo aquí decía
los impresores de París mal hacían
porque en el nuevo calendario no
ponían
ese santo patrón de la cofradía de la
Liga.
El, que de tan noble familia procedía,
desde las minas de Indias aquí venía,
enviado por el Rey de Castilla
a Francia para pagar cristianos
de falsía".
Si fuera de la Monarquía la imagen de lo hispánico pasaba por la consideración de sus riquezas, hasta juzgarla unas Nuevas Indias de Europa, en expresión del contador Luis de Mercado, dentro de ella la conciencia de una autonomía de lo económico fue generalizándose. Por más que se insista en pintar a la sociedad española del XVI pendiente de puntos de honor y, no se sabe muy bien cómo, desentendida del vil metal, la autopercepción de la riqueza material como una variable social en sí misma a la que hay que encontrarle un lugar en la jerarquía estamental parece haber sido innegable.
Que la rentabilidad dineraria ha irrumpido con fuerza en los hábitos mentales de los españoles sale a relucir incluso en la construcción de analogías que, para la expresión de cualquier otro concepto, recurren a sus medios e instrumentos como término de comparación. Por ejemplo, la privanza cerca del rey fue uno de los grandes objetivos de la lucha política cortesana y, claro está, no puede dudarse de que tan egregia posición no se creyese reservada para que la disfrutasen sólo los órdenes privilegiados.
Pero, para ejemplificar qué es la privanza, en una obra de don Bartolomé de Villalba y Estañá, Doncel de Jérica, podemos topar con un símil como el siguiente: "Porque juro tan al quitar es la privanza, que es violario y no de por vida". ¿Qué hace un caballero doncel jugando tan acertadamente con los conceptos de "al quitar", "de por vida" y "violario" -renta sólo anual- para explicar lo pasajera que es la gloria de los privados? ¿No debería estar hablando de la Fortuna clásica y heroica en vez de la fortuna que proporcionan los títulos de deuda?
Nobles que quieren negociar con pastel para teñir los paños segovianos; señores jurisdiccionales que atraen hacia sus tierras a vasallos de realengo; arrendadores que pujan en subastas para quedarse con los diezmos de un obispado y cabildos que los conceden al mejor postor; regidores que saben cómo sanear su hacienda con bienes de propios y comunes; son muchas las estrategias forjadas sobre la percepción consciente de lo económico, que aparecen, por ejemplo, detrás de mayorazgos, juros al quitar, censos, enlaces matrimoniales o la pretensión de un oficio dentro de la casa real.
Lo menos que podría decirse es que las nociones de crédito y rentabilidad están muy presentes en estas estrategias, aunque, claro está, su definición resultaría muy distinta a la actual. Obsérvese que en los ejemplos que acabamos de recordar también se juega con otros conceptos como vínculo, monopolio, señorío, exención fiscal personal, amortización de tierras... Y es que, lejos de haber supuesto la anulación de toda voluntad de negocio, el privilegio y sus medios pudieron convertirse en un instrumento para el logro tanto de rentabilidad como de crédito.
Cabría, pues, considerar la existencia de una economía de estados que corriera pareja a la sociedad política de estados. De esta manera, sería posible acabar conciliando desigualdad estamental con mentalidad mercantil, dos conceptos que, con frecuencia, se presentan como de todo punto antitéticos porque, sin duda, lo serán en las economías industriales constituidas, en buena medida, gracias al desmantelamiento del Antiguo Régimen.
Si una mentalidad mercantil es aquella que opera para obtener la máxima rentabilidad posible en cada momento, ni los llamados grupos burgueses habrían traicionado sus intereses por buscar el ennoblecimiento práctico en el siglo XVI, ni la nobleza habría sido siempre ese ocioso estamento antiproductivo.
Todo esto, claro es, a la luz de las condiciones entonces imperantes, con una estructura económica caracterizada por escasa productividad, demanda débil e inelástica, desigual distribución de rentas, bajo nivel de salarios reales, alta dependencia de la agricultura extensiva, corto volumen de capital fijo, fuentes de energía limitadas o marcos de organización dominados por gremios y formas señoriales. En esas circunstancias, hacerse desigual, es decir, privilegiado, podía ser el requisito necesario para lograr la máxima rentabilidad posible.